I José Arrue, pintor de lo rural y lo urbano, por Amaia Mujika Goñi

 

José Arrue, pintor de lo rural y lo urbano

Los vecinos de Orozko han recordado este año a José Arrue representando su cuadro ‘Romería’ en el lugar original. Este reportaje dibuja la faceta de pintor del artista bilbaino

UN REPORTAJE DE AMAIA MUJIKA GOÑI

José Arrue en Elantxobe, en 1925, retratado por Antonio de Guezala. Foto: Archivo de la familia Guezala

El pasado 5 de abril se cumplió el cuadragésimo aniversario del fallecimiento de José Arrue Valle. En Orozko, localidad donde Arrue conoció a su mujer, Segunda Mendizabal, y su lugar de residencia tras contraer matrimonio en 1910, sus vecinos le recordaron con la representación viviente de su pintura Romería, óleo de 1920 en el que se reproduce la fiesta popular que se celebraba, cada 29 de septiembre, en la campa de la ermita de San Miguel de Mugarraga, en el barrio de Beraza. Una fiel escenificación liderada por Félix Mugurutza y destinada a formar parte del documental Zerumugan, proyecto cinematográfico de Antón Lazkano.

De los seis hermanos Arrue Valle, hijos de Lucas Marcos y Eulalia, nacidos en la República de Abando, los cuatro varones son pintores: Alberto (1878-1944), José (1885-1977), Ricardo (1889-1978) y Ramiro (1892-1971). Cuatro artistas de talento, con experiencias vitales parecidas. Iniciados desde la cuna en el oficio; los dos mayores alumnos de Antonio María Lecuona, estos y Ricardo, de la Escuela de Artes y Oficios de Bilbao, y los cuatro de la Academia de la calle Grande Chaumière, en París.

Alentados en su vocación, primero por su padre y después por la tía Matilde, de profesión anticuaria, tendrán la oportunidad de adquirir un amplio bagaje artístico gracias a sus viajes y estancias en Barcelona, París e Italia. Concluida la formación y asentados a ambos lados de la frontera, participarán activamente de cuantas iniciativas artísticas arrancan en el primer tercio del siglo XX como la bilbaina Asociación de Artistas Vascos (1911), concurriendo, además con gran éxito, a un buen número de salones y exposiciones fuera y dentro del país.

Los cuatro pertenecen a la Escuela Vasca y beben del género costumbrista de la primera generación de artistas que les preceden, impregnándola de la estética moderna al uso. Conceptualmente uno, en su dedicación a invocar el espíritu genuino del país que sienten y aman, vinculados entre sí al compartir influencias compositivas y artísticas, pero cuatro sensibilidades con cuatro proyecciones plásticas muy personales.

José Arrue es un artista polifacético que experimenta con todo tipo de técnicas y soportes, lo que le posibilita, al igual que a otros artistas de su tiempo, desarrollar, además de la pintura, una gran variedad de prácticas y procedimientos como la ilustración, el cartel, el muralismo, las artes aplicadas, la caricatura o la pluma, dirigidas a cubrir las necesidades generales o proyectos que la sociedad de su tiempo requería. Su gran habilidad para el dibujo y su prolífica obra gráfica y humorística sobre el aldeano vasco-vizcaino, erigida en imagen tópica de su proyección artística, eclipsará el interés por su faceta pictórica, la cual se verá definitivamente truncada por la guerra civil. Una faceta, la pictórica en la que vamos a incidir, dejando sus otras habilidades, por amplias y diversas, para una segunda entrega.

La pintura de José participa del género regionalista del periodo y recoge, con conocimiento y realismo, los últimos retazos de la vida tradicional de Bizkaia, una vida condenada a desaparecer ante las nuevas formas de vida personificadas por la ciudad. Para ello conjugará paisajes y arquetipos ya establecidos por los artistas costumbristas del XIX, caso del arratiano icono del mundo rural o el pescador con chamarrote de la costa, con otros que él incorpora a partir de la observación directa que le permite su vinculación vital, en dos periodos de su vida, con la comarca de Arratia-Bajo Nervión, aderezada con ciertos guiños a la costa, proyección de sus estancias veraniegas en Sopelana, Bakio y Ziburu. Una obra de género, en óleo y gouache, que reflejará todos los órdenes de la vida popular: el valor de la familia y la comunidad, las labores del campo y los oficios, el ocio y las ferias, las creencias y los ritos de paso. Entre todos ellos cabe resaltar la obra de gran formato Campesinos realizada para la Exposición Internacional de Artes Decorativas e Industrias Modernas de París (1925) y expuesta en el Hall del País Vasco, frente al Fandango de su hermano Ramiro, siendo ambos premiados con la medalla de plata y oro respectivamente y que se puede admirar en el Museo de Bellas Artes de Bilbao.

 

   

‘La Romería’ Pero sí algo es específico de su temática costumbrista, ésta es La romería, una y otra vez representada, desde que fuera protagonista de su primera obra de juventud, vendida nada menos que al coleccionista bilbaino Laureano de Jado en 1908 y hoy en el Museo de Bellas Artes. Una idílica fiesta popular revestida de una tonalidad cromática suave, luminosa y apacible que alguien describió como un maravilloso día de viento sur que invita al espectador a fundirse con ella.

Una personalísima composición multitudinaria en las que sus integrantes, siempre en movimiento, son identificados por el traje: la autoridad, los cuerpos de seguridad, los músicos y danzantes, los tratantes de ganado, los juerguistas y los veraneantes y, por supuesto, la gente del pueblo, algunos con nombre o mote, pero la mayoría caracterizados acordes con su franja de edad y posición dentro del grupo, sin olvidar a los niños y los perros, esos encantadores personajes y animales nunca protagonistas, pero siempre presentes. Apuntar que sus figuras de neskas, llámense Katalin o Marichu, tocadas con pañuelos estampados y sencillos vestidos en tonos pastel, y sus aldeanos con blusa, pantalones y alpargatas blancas, han reemplazado en el imaginario colectivo a los arquetipos decimonónicos en la representación del aldeano vasco.

‘Romería’, pintada en 1920, muestra el ambiente festivo en Orozko. Foto: Museo de Bellas Artes de Bilbao

 El paisaje solitario sin figuras humanas también está presente en la obra de José desde sus inicios. Orozco, con mi casa blanca a la izquierda frente al melancólico paisaje invernal de Caminos viejos de Areta desde el balcón de mi casa, pintado en los 40. Al periodo que media entre ambas pertenecen sus paisajes de Bakio, Bermeo y San Juan de Gaztelugatxe, tomados del natural con su antiguo alumno en la Escuela de Artes y Oficios y, en la época, amigo y compañero de fatigas en la AAV, Antonio de Guezala, al que acompañará, en las vacaciones de agosto por los intrincados senderos de la costa, incursiones que Guezala inmortalizará en el óleo Camino de San Juan de Gaztelugatxe (1924).

José Arrue, al margen de su periplo vital, es bilbaino. Bilbao es la ciudad de su juventud y madurez, es el escenario urbano rebosante de actividad y progreso, el espacio donde los aldeanos llegados en tranvía y la gente trabajadora en sus quehaceres diarios se mezclan con la burguesía que funda bancos y sociedades, donde se amalgaman la vida callejera, las sidrerías y los chacolís con los toros y el recién llegado fútbol, asuntos todos que José recogerá en su obra pictórica sobre la Villa: Frente al Banco de Vizcaya, Regatas en El Abra (tríptico de la Sociedad Bilbaína, 1919), el Athletic Club y Campo de San Mamés, expuestos en el recién inaugurado Museo del Athletic.

 

 Talante cómico El conocimiento de ambos ambientes, el tradicional y el urbano, de sus tipos y cotidianidad le inspirará también una obra pictórica de talante cómico, ampliamente desarrollada en su obra gráfica, en la que se diluye la frontera entre ellos, intercambiando escenas y personajes que, al desarrollarse en situaciones ajenas a su modus vivendi, se convierten en cómicas. Una amplia y variada producción como las pinturas decorativas que realizó para el salón del Club Náutico de Bilbao (1919), o el tríptico dedicado a la caza (1928), emulando los programas decorativos de su profesor Guinea.

En vísperas de la guerra civil Arrue, gran aficionado a la pelota, utilizará el frontón y el juego para hacer una pequeña incursión en las corrientes vanguardistas, con dos acuarelas en las que apuesta por la simplificación de volúmenes y las formas geométricas: Un partido de pelota en el rebotillo de Orozko y el desafío celebrado en el Club Deportivo entre el palista aficionado Ramón Basterra, Aitona, y la pareja de manomanistas Kirru y Artazo, siendo el resultado favorable al primero.

En 1937, afiliado a ANV, José es detenido y encarcelado mientras su familia se exilia a Donibane Lohizune, a casa de Ramiro y su mujer Suzanne, con quien ya habían compartido otros tiempos más felices en su casita-estudio de Patarragoity en Ziburu. Al finalizar la guerra, con la casa desvalijada y anímicamente desencantado, José reúne a la familia y se traslada a Areta, Llodio, donde con 55 años empezara de nuevo, una periodo duro y oscuro para todos. Ganarse la vida era difícil, no digamos para aquellos que como José y Alberto se dedicaban al arte, algo con lo que solo se podía, en todo caso, alimentar el espíritu. En este exilio interior José empezó de nuevo a pintar, atendiendo a los escasos encargos que recibía y participando en las exposiciones colectivas a las que era invitado, siendo su última presentación en sociedad la muestra dedicada a los cuatro hermanos Arrue por el Banco Bilbao en 1977. Gran parte de la producción de este periodo, que José y su familia han guardado celosamente, posee todos los elementos por los que su obra estaba reconocida, pero ésta al igual que el autor son hijos de los tiempos y por tanto un pobre reflejo de lo que podía haber sido.

Paradoja Este verano hemos tenido la oportunidad de ver en Miarritze la magnífica exposición Ramiro Arrue, entre vanguardia y tradición, comisariada por el conservador del Museo Vasco de Baiona, Olivier Ribeton. En la introducción del catálogo apunta que la muestra hace patente la paradoja de un artista, que inicia su carrera artística en el centro de la vanguardia parisina con una obra de definida paleta moderna y la acaba, según sus detractores, como un ilustrador de la tradición vasca. Una paradoja que, al igual que en otros muchos aspectos, se puede extender al resto de los hermanos Arrue, al menos a José y Alberto pero que, al contrario de Ramiro, no han tenido, a este lado de frontera, el debido reconocimiento, careciendo de catálogos razonados de sus trayectorias artísticas. En 1990 José Antonio Larrinaga autor de Los Cuatro Arrue-Artistas Vascos única e imprescindible monografía sobre los Arrue, decía que su trabajo de síntesis y recopilación documental debía considerarse como la puerta abierta a nuevas aportaciones y estudios críticos. Sirva el cuadragésimo aniversario de la muerte de José Arrue para recordar la necesidad de hacerlo.


 

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